Pensamientos sobre la epístola a los hebreos, capítulo 8.
El trono de las Majestad en los cielos aguardó la entrada del ministro del santuario; el verdadero tabernáculo levantado por Dios y no por el hombre, porque no es de esta creación.
El sumo sacerdote entonces hizo su entrada, trayendo una ofrenda para la redención de los pecados del hombre.
Pero aunque el mismo es un hombre, no tuvo necesidad como los otros sacerdotes de presentar una ofrenda por sus propios pecados, porque este sumo sacerdote es santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores y hecho más sublime que los cielos.
Se acercó trayendo una ofrenda de sangre, no de machos cabríos, ni de becerros, sino su propia sangre, la sangre de aquel que tiene el poder de una vida indestructible, para también obtener eterna redención para el hombre.
En ese momento se escuchó una voz desde el trono dándole la bienvenida y haciéndole una invitación.
“Mi hijo eres tu - Dijo Dios el Padre - ven y siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies”
Y desde ese día y por la eternidad ese mediador del nuevo pacto reinará sobre su creación porque es Rey de reyes y Señor de señores; se le dio un nombre que es sobre todo nombre y llegará el día en que toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que Cristo es el Señor.
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