Uno de los discípulos hablaba con sus compañeros diciéndoles: -les digo que el reino de los cielos es semejante al príncipe cuyo padre envió a rescatar a uno de sus súbditos.
Ese siervo de aquel noble rey había sido exiliado del reino por violar la ley de su monarca, y vagando por tierras desconocidas cayó en manos de un terrateniente engañador y cruel; este ser malvado le esclavizó obligándole con pesadas labores y duras cargas.
Sin embargo, el soberano en su infinita misericordia y no queriendo que su siervo padeciera tal humillación y tormento, decidió extender su gracia a la pobre alma atormentada; y convocando a una misión de rescate, fue su propio hijo unigénito quien se ofreció para liberar al súbdito prisionero.
Aquella pobre criatura habiendo padecido todo tipo de crueldades, ahora se acercaba a su terrible fin. Sujeto por grilletes y custodiado por un verdugo, era conducido a un horno de fuego para ser destruido en las llamas de una espantosa hoguera.
Pero su redentor ya venía en camino; impulsado por el amor de su padre, la compasión que había su corazón y no queriendo que este siervo padecería tal destino, este noble hijo entró a los dominios de aquel terrateniente.
Los secuaces de aquel malvado reconocieron de quien se trataba, así que le recibieron con una andanada de saetas que le derribaron de su cabalgadura, y dándole por muerto comenzaron a celebrar su victoria.
Pero teniendo de su parte un poder más allá de lo comprensible y la firme determinación de salvar la vida de su siervo, el hijo se levantó para luchar contra las huestes de aquel cruel terrateniente; las hordas aterrorizadas al verle creyendo que se había levantado de los muertos y huyeron presentando poca resistencia, abandonando los calabozos y al prisionero.
El príncipe, venciendo de esta manera a su adversario, despedazó los grilletes que aprisionaban a la víctima y rescató a su siervo de aquél horno humeante, trayéndolo ante la presencia de su rey para recibir el perdón real, un beso del monarca y un lugar en su reino para siempre.
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